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Vida y Muerte

La oscuridad aún se cernía sobre el pueblo. No había encendida ni una sola vela. Ni siquiera en la Iglesia, donde los cantos de los fieles habían cesado hacía horas. Todo ser vivo dormía, aunque pronto el sol haría acto de presencia, anunciando el inicio de las labores diarias.

 

Bastante alejada de esta pequeña comunidad, se encontraba una casita tan común y corriente que no atraía la atención de nadie. Oculta entre tanta vegetación y de acceso extraño, su existencia era desconocida por los aldeanos.

 

Por fin en el horizonte apareció la ardiente esfera, permitiendo iluminar la estancia con su luz. Había pocos muebles, los necesarios para vivir. Pero algo resaltaba. Sentada frente a la cama, se encontraba una encapuchada de ropas negras que impedían ver su rostro y cuerpo. Esta no fue la que rompió la calma, fue el llanto de un recién nacido.

 

Muerte se levantó, acercando sus largos brazos para coger el pequeño cuerpo de Vida. Los fríos huesos de sus manos contrastaban con el calor que transmitía la piel del bebé. Vida alzó la mirada, encontrando un pozo de oscuridad donde debería de haber un rostro. Y entonces soltó un gorjeo de felicidad.

 

Este era uno de los pocos momentos en los que Muerte podía estar tan cerca de Vida. Que desconocido era el mundo para ella y que viejo para la otra.

 

Fuera, el sol siguió subiendo, iluminando plenamente sus tierras. La puerta de la casa se abrió y de esta salió una niña pequeña. Sus cabellos eran castaños, algo ondulados y acababan por debajo de sus hombros. Llevaba puesto un vestido blanco que hacía resaltar su figura. Sus ojos marrones brillaban con curiosidad; no se lo pensó ni una sola vez cuando se lanzó hacia delante, hacia todas las nuevas experiencias que tenía a su disposición.

 

Detrás de ella, Muerte cerró la puerta de la casa, siguiendo a Vida por el camino de tierra. Esta última saltaba de un lado a otro, deteniéndose para observar las flores, los árboles o los animales con los que se topaba. No paraba de reír, maravillándose con todo lo que había a su alrededor. Entonces, la niña tropezó, cayendo al suelo. Muerte se acercó a ella, ofreciendo su mano. Pero Vida se levantó casi al instante, y con una sonrisa en sus labios, denegó su ayuda.

 

Ambas siguieron caminando, como si no hubiera pasado nada. Aunque algo revelaba lo contrario: el vestido impoluto de Vida estaba manchado de un tono muy parecido al de la tierra.

 

No muy lejos de allí, el pueblo había despertado por completo: las calles estaban llenas de vida, los carruajes tirados por caballos pasaban regularmente por la avenida central, los vendedores gritaban para atraer la atención de la gente y los niños jugaban fuera sin temor alguno.

 

Entre toda esa gente, alguien caminó por la calle central, llamando la atención de todos, aunque fuera por un momento. Un momento único y hermoso.

 

Una joven, no muy mayor, de belleza indiscutible, caminaba tranquilamente con una expresión serena. Los rasgos de Vida habían madurado, y ya no llevaba el vestido blanco, sino uno más largo, de color verde claro que ondeaba al son del viento. Vida fascinaba a todos los que posaban su mirada en ella; no como Muerte, que estaba a unos cuantos pasos detrás de ella. Parecía que nadie notaba su presencia, como si no existiera o no quisieran reconocerla.

 

Ambas acabaron en la plaza del pueblo, donde la música hacía bailar con alegría a todos los que por allí se cruzaban. Con una sonrisa deslumbrante, Vida observó los festejos y poco tardó en unirse a ellos. Muerte, a diferencia de su contraparte, se acercó a una esquina donde había varias cajas apiladas. Allí se sentó, alejada del resto de la gente, pero no por ellos menos existente.

 

Contemplaba desde la lejanía la hermosa danza de Vida, como si de un amante silencioso se tratara, temeroso de que su pasión atemorizara a su enamorada.

 

No pasó mucho antes de que un joven se acercara a Vida, pidiendo un baile con ella. La chica sonrió, profiriendo una risa que competía con la de los ángeles. El tiempo transcurrió entre las alegres melodías y las charlas entre ambos. Pero una sola mirada a los ojos del chico avisó a Vida de que aquello no debía prolongarse demasiado. Y con dolor en el corazón, tuvo que despedirse de él.

 

El amor es un sentimiento extraño y poderoso, es capaz de quemar el más húmedo mar e inundar el más desolado desierto. Algo peligroso que te puede destrozar y a la vez traer la salvación. Esto era lo que Vida reflexionaba mientras se enjuagaba las lágrimas en el pequeño callejón por el que caminaba. Solo cuando se hubo serenado, percibió la presencia de otra persona. Al girarse se topó con Muerte, que la había seguido en un mortal silencio.

 

Recuperando todo su ímpetu, alzó la voz sin temor alguno:

 

— ¿Por qué me sigues? ¿Acaso no ves que no te quiero a mi lado? ¿No haces ya suficiente mal a mi existencia? ¡Respóndeme!

 

Pero la Muerte siguió callada como una tumba. Harta de no recibir respuestas, Vida corrió, corrió como si su propia existencia estuviera en juego. Hizo un acopio de todas sus fuerzas y huyó queriendo dejar atrás aquel macabro espectro. Recorrió todo el pueblo, cada calle, cada plaza, cada camino hasta que se adentró en los campos y no paró hasta llegar a las orillas de un lago. Se detuvo a recuperar el aliento, cansada, pero orgullosa de su cometido. Decidió darse la vuelta, ansiosa de ver cuánto se había alejado de su destino.

 

Y ahí estaba.

 

Clara como una visión, negra como la noche misma. La muerte era implacable.

 

La euforia de Vida dio paso a un nuevo sentimiento: el de la derrota. Cuando se giró de nuevo pudo vislumbrar su propio reflejo en el agua. Ya no quedaba rastro de aquella radiante joven, sino que ahora era una mujer adulta la que le devolvía la mirada. Su vestido verde había vuelto a cambiar de color; ahora era azul, un color que expresaba la calma que inundaba el ambiente.

 

Vida se sentó en la hierba, dirigiendo su atención a las lejanas colinas por las que el sol se estaba poniendo lentamente. Muerte copió sus acciones y, sin hablar entre ellas, fueron testigos de la caída del orbe de luz. A lo lejos se escuchó un bramido. Se acercaba una tormenta.

 

El camino de regreso fue lento, nada comparado con el inicio del día; ahora el bosque parecía desolado, casi un lugar maldito. No se escuchaban a los animales, pues habían ido a refugiarse. En cambio, el viento poco a poco iba tomando una fuerza abrumadora, anunciando así lo que estaba por llegar.

 

Entonces, Vida tropezó, cayendo al suelo. Muerte se acercó a ella, agachándose para ayudarla. La otra agarró su brazo, y al levantarse, una mujer anciana con la cara arrugada, ojos cansados y pelo canoso se apoyó en Muerte, dejando que guiara sus pasos.

 

Su vestido había cogido una tonalidad grisácea, la cual sobresalía al estar junto a la ropa negra de Muerte.

 

Llegaron a la casa cuando las primeras gotas amenazaban con mojarlas. La luz de una única vela se encendió por sí sola, alumbrando la estancia de una manera escasa. Muerte acompañó a la anciana hasta la cama, donde esta última se tumbó. La otra se sentó en la silla que había frente a ella. Vida alargó su mano y agarró la de Muerte antes de hablar:

 

—Gracias por estar ahí, fiel compañera.

 

Entonces Muerte, sin decir ni una palabra, cubrió con su otra mano la de la anciana, dándole un apretón cariñoso. Fuera, la tormenta rugía furiosa, el viento azotaba con fuerza los árboles y las gotas de agua golpeaban las ventanas con un terrible estruendo. Pero cuando el ruido amainó, se pudo escuchar el llanto de un recién nacido.

Escrito por: Lorena Pato. 

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