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Espíritu del Norte

A pesar de que Jakob llevaba encima gruesas capas de ropa, seguía sintiendo como el aire gélido de las tierras de invierno se las ingeniaba para sobrepasar cada una de ellas. El hombre había escuchado que el viento era guiado por las almas de los niños que perecieron en el bosque. Niños abandonados que no hallaron el camino a la calidez de sus hogares. Ahora todos ellos se dedicaban a jugar creando tormentas de nieve o molestando a los forasteros que pasaban por allí, como el propio Jakob. Este, tratando de ignorar sus temblorosos miembros, agarró con más fuerza las riendas de su corcel, guiándolo hacia delante. Arvak era un espécimen completamente negro que resaltaba en el manto blanco que sumergía al bosque. La nieve virgen tan solo había sido ultrajada por los pasos del animal en el que cabalgaba y las huellas de los pequeños seres que habitaban allí. Criaturas magníficas capaces de sobrevivir en aquel laberinto de belleza y perdición.

 

Habían avisado a Jakob de que aquellos páramos eran traicioneros. En un inicio, el hombre pensó que era el paisaje más majestuoso que había contemplado en toda su vida. Ese pensamiento cambió cuando inició la marcha con Arvak. Enseguida notó la trampa mortal que suponía. Las patas del caballo se hundían varios centímetros bajo la nieve, dificultando el paso; las ramas de los árboles soportaban demasiado peso y en más de una ocasión estuvieron a punto de ser sepultados; por último, el paisaje era tan similar que era imposible saber a ciencia cierta si iban por el buen camino. Hasta el propio Jakob deliraba por momentos pensando que las huellas de Arvak estaban desapareciendo a medida que avanzaban, víctimas de aquellos vientos juguetones.

 

El forastero se aferraba en todo momento a su bandolera marrón, temiendo perderla y causar una desgracia todavía mayor. Habían iniciado el camino de día, pero la noche les pisaba los talones y si ya antes tenían problemas para orientarse, la falta de luz les obligaría a pasar la noche en el frondoso bosque, temiendo que la nieve de los pinos les enterrara vivos o que fueran devorados por los depredadores nocturnos.

 

A lo lejos, de entre toda la espesura blanca, apareció una pequeña, aunque acogedora, cabaña. Un hombre estaba cortando leña. Tenía un aspecto rudo e iba mejor preparado contra el frío que el propio Jakob. Era el primer signo de vida humana que el jinete veía, y sinceramente lo necesitaba porque tenía la sensación de que hacía horas que se habían perdido.

 

Los pasos del caballo crujiendo en la nieve no parecieron llamar la atención de aquel hombre fornido. Jakob esperó pacientemente a que terminara de cortar la leña, pero pronto se dio cuenta de que eso no sucedería a corto plazo.

 

—Disculpe buen hombre —llamó con voz quebrada, teniendo que toser varias veces por culpa de las largas horas sin decir palabra alguna.

 

El leñador detuvo su trabajo, alzando la vista para ver quién era el que había hablado. Los habitantes de las tierras del Norte eran capaces de distinguir a un extranjero en el mismo instante que se acercaba a ellos. Esta no fue una ocasión diferente. Jakob tenía la piel morena y dos relucientes ojos verdes, algo inaudito. Aparte de eso, este iba ataviado ni más ni menos que con el uniforme oficial de Mensajería Real. Eran tan distintivos que cualquiera en los cuatro reinos podría reconocerlos: chaqueta azul oscura con bordados y

botones negros, una capa fina cubriendo sus hombros y la bandolera de cuero marrón donde transportaban todo lo necesario. En la chaqueta se exhibía el emblema de la institución; este se conformaba por una brújula dorada y cada aguja apuntaba a un símbolo de los cuatro reinos. Al Norte, el copo de nieve; al Sur, el sol con sus poderosos rayos; al Este, una gota de agua y al Oeste una hoja caduca.

 

Antes de que Jakob pudiera preguntar, el leñador le señaló con el brazo una dirección, más allá de los árboles de pino. El mensajero, algo desconcertado por sus acciones, asintió antes de guiar al caballo hacia donde le había indicado. Nunca había llegado a comprender en su totalidad la cultura del Norte, personas que apreciaban el silencio y la soledad. Los otros reinos eran muy diferentes, en esos se creía que las uniones de las personas lo eran todo. Jakob no se permitió reflexionar más sobre el tema, el tiempo apremiaba.

 

El paso de Arvak se volvía pausado y su respiración pesada, haciéndose visible el cansancio que sentía. Justo cuando parecía que el animal iba a desfallecer, vieron ante ellos un arco de piedra blanca con copos de nieve grabados en él. Jakob se bajó del caballo, notando casi al instante como sus botas se hundían en la nieve. Alzó la vista al frente, hacia los lejanos picos del reino, observando como el sol se ocultaba ya entre ellos, preparándose para descansar.

 

Al pasar el arco se encontraron en un precioso jardín. Había estatuas de piedra caliza, bancos de roble cubiertos con nieve y una fuente que era el centro del propio jardín. Arvak tiró de sus riendas y Jakob lo dejó marchar hacia la fuente. Sabiendo que el corcel estaba saciando su sed, el hombre cruzó ese parque de ensueño. El mensajero encontró un lago y no muy lejos de allí vislumbró un castillo construido a orillas del agua, de grandes cristaleras y edificado con el mismo material que el arco de piedra. Su color casi le hacía creer que había sido construido a partir de bloques de hielo.

 

Volviendo la atención al presente, Jakob notó como los patos estaban siendo alimentados por una misteriosa figura. Era alta, mucho más que el propio forastero; estaba ataviada con un vestido azul y una capa blanca que llegaba hasta el suelo. Sobre su rubia cabellera una corona de cristal brillaba sin la necesidad de más joyas.

 

Jakob enmudeció ante tal presencia. Recuperó el habla poco después, teniendo que obligarse a sí mismo a avanzar.

 

—Alteza —nombró hincando la rodilla en el suelo blanquecino, ignorando el frío que siguió a tal acción—, su hermana me envía.

 

La princesa del Norte continuó tirando migajas de pan hasta que se acabaron. Jakob no se movió, manteniendo la cabeza gacha en señal de respeto. Una mano igual de gélida que el aire que golpeaba sus mejillas tomó con suavidad su barbilla, levantándola. Los ojos aceitunados del extranjero se toparon con unos resplandecientes ojos azules. Jakob temió ser hechizado por ellos. Aquella majestuosa mujer movió su dedo índice colocándolo en los labios agrietados de Jakob.

 

El mensajero no necesitó más.

 

Su excelencia se apartó del hombre, comenzando a caminar bordeando el lago. Jakob no tardó en seguirla, manteniéndose varios pasos por detrás. Mientras ambos paseaban, el hombre no pudo evitar comparar su tosco andar con la elegancia con la que la princesa bailaba sobre la nieve. Se sentía avergonzado. Sin embargo, la admiración superó su vergüenza, haciéndole maravillarse por algo tan simple.

 

El destino al que se dirigían era una plataforma que estaba al lado del lago. Detrás de ella se encontraba el majestuoso castillo donde vivía la princesa en soledad. Los últimos rayos de luz desaparecieron en el horizonte, dando paso a un manto negro iluminado por tan solo un par de estrellas que se mantuvieron firmes en el vasto lienzo de la noche.

 

Habiéndose colocado de cara al lago, la princesa volvió a poner la mirada en el hombre. Como sacado de un sueño, Jakob abrió su bandolera, extrayendo con un meticuloso cuidado lo que había en su interior. Sus manos enguantadas, igual de torpes que sus pies sobre la nieve, sostuvieron una preciosa hoja caduca. Con ambos brazos extendidos, dejó que la princesa lo cogiera.

 

Sus movimientos fueron delicados al recoger tal preciado objeto. Un viento sopló tras ellos y Jakob juraría haber oído risas de niños. El viento elevó la hoja, haciéndola sobrevolar el lago. Entonces, se produjo una maravilla.

 

La hoja fue cambiando; el cobre se transformó en el blanco más puro que pudiera haber existido mientras tomaba el aspecto de un gran copo de nieve. Este se dejó mecer por el viento hasta que se posó en el medio del lago.

 

En vez de hundirse en el agua, el copo fue creciendo, cubriendo todo con una fina capa de hielo. Los patos salieron espantados hacia la plataforma en la que se encontraban los dos humanos. Un frío mucho más pesado llenó el aire de la noche, y antes de que Jakob pudiera darse cuenta, ya no eran solo las estrellas las que iluminaban aquellas tierras, sino también los hermosos y brillantes colores de la aurora boreal, que parecía bailar sobre sus cabezas.

 

Atontado por aquella visión, saltó cuando notó que algo se posaba en su nariz. Una pequeña nevada había iniciado, volviendo a blanquear un año más las tierras del Norte. Jakob no necesitó confirmación verbal; él, al igual que todos los habitantes del reino, lo sabía.

 

El invierno había comenzado.

Escrito por: Lorena Pato. 

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